Gabriel García Márquez: "El amor en los tiempos del cólera"

Al anochecer, en el instante opresivo del tránsito, se alzaba de las ciénagas una tormenta de zancudos carniceros, y una tierna vaharada de mierda humana, cálida y triste, revolvía en el fondo del alma la certidumbre de la muerte.

En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado.
El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores.

Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas -decía-, que estas cosas no duran toda la vida.

Le recordó que los débiles no entrarían jamás en el reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres sólo se entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad que tanto ansían para enfrentarse a la vida.

... pero nunca había imaginado que la curiosidad fuera otra de las tantas celadas del amor.

Pero no sólo por las prisas y sobresaltos, sino también por su carácter, las cartas de ella eludían cualquier escollo sentimental y se reducían a contar incidentes de su vida cotidiana con el estilo servicial de un diario de navegación. En realidad eran cartas de distracción, destinadas a mantener las brasas vivas pero sin poner la mano en el fuego, mientras que Florentino Ariza se incineraba en cada línea.

Está bien, me caso con usted si me promete que no me hará comer berenjenas.

Si padrino el homeópata, que participaba por casualidad en la conversación, no creyó que las guerras fueran un inconveniente. Pensaba que no eran más que pleitos de pobres arreados como bueyes por los señores de la tierra, contra soldados descalzos arreados por el gobierno.
   - La guerra está en el monte -dijo-. Desde que yo soy yo, en las ciudades no nos matan con tiros, sino con decretos.

Hizo un recorrido largo y minucioso, sin rumbo pensado, con demoras que no tenían otro motivo que el deleite sin prisa en el espíritu de las cosas.

Era todavía demasiado joven para saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado

Lo comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo poco a poco en padresd de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber estado con el suyo en la soledad de sus errores.

Los idiomas hay que saberlos cuando uno va a vender algo (...). Pero cuando uno va a comprar, todo el mundo lo entiende como sea.

... se dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el dia en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos.

... y sólo entonces había comprendido que un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre.

A la mierda abanico que es tiempo de brisa.

El problemas del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno.

Infieles, pero no desleales.

El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas.

Así, pensaba en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba, y cuanto más rabia le daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan insoportable que le desbordó la razón.

Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.

No creo en Dios, pero le tengo miedo.

 ,,, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.

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